«Metamorfosis» de Ovidio, adaptadas e ilustradas

«Metamorfosis» de Ovidio, adaptadas e ilustradas

El 9 de marzo de 2023 se publicó en SM la adaptación de las «Metamorfosis» de Ovidio, un clásico entre los clásicos de la literatura grecolatina. Tuve el honor de preparar la selección y adaptación de esta obra que cuenta con dos milenios de historia. Para mí, lo más fascinante de la obra son sus ilustraciones, a cargo de David de las Heras. Su arte deja sin aliento en ocasiones. Invito a los amantes de Grecia y Roma, de la mitología y la literatura, a leer y releer los mitos clásicos. Comparto los enlaces para poder adquirir un ejemplar.

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He aquí algunas ilustraciones y uno de los mitos para abrir boca.

Mito de Faetón

Igual en edad y en carácter que Épafo, el hijo de Júpiter e Ío, era Faetón, nacido de la oceánide Clímene y del dios Helio (el Sol). Faetón fue criado en la corte del rey etíope Mérope, con quien su madre había casado. Cuando hubo crecido lo suficiente, Clímene le reveló quién era su verdadero padre. 

Estando un día con sus amigos, Faetón comenzó a presumir de su origen divino, especialmente delante de Épafo, a cuyas palabras este le respondió: «No seas engreído, Faetón, y deja de creerte lo que te dice tu madre. Tú no eres hijo de un dios. El Sol no es tu padre». 

Ante tal afrenta, Faetón se quedó sin palabras, lleno de rubor pero también de enojo, de modo que le compartió a su madre lo ocurrido: «Si mi linaje es divino, por favor, dame una prueba de ello. Me avergüenza haber recibido tales insultos y no haber sido capaz de desmentir semejante infamia. Necesito demostrar que desciendo del cielo, que mi padre es el mismísimo Sol. Te lo suplico. Te lo pido por mi vida, madre». 

Así terminó de implorarle a su madre mientras se abrazaba con fuerza a su cuello. Entonces Clímene le responde extendiendo sus brazos al cielo: «Créeme, hijo mío, tú fuiste engendrado por el astro brillante que ahora nos contempla e ilumina con sus rayos. Si miento, que fulminantemente me prive de la vista y sea esta la última luz que puedan ver mis ojos. Puedes preguntarle tú mismo, si deseas, pues su morada está cercana a la tierra etíope que habitamos». 

Al escuchar las palabras de su madre, Faetón salta de alegría y, con el pecho lleno de esperanza, se dirige a toda prisa al encuentro con su padre. En poco tiempo se presenta ante el inmenso palacio del Sol, construido en oro, plata y marfil desde sus altas columnas hasta los elevados techos. Sobresalían los detalles en relieve del umbral: a ambos lados de la puerta estaban representados el cielo, la esfera terrestre y los mares que la rodean, en los que no pasaban inadvertidos los dioses marinos Tritón y Proteo, o las ballenas, Doris y sus hijas. En la tierra se veían ciudades, selvas, ríos, ninfas, divinidades del campo y también la mortal raza humana. En el cielo aparecen resplandecientes los doce signos del zodiaco. 

Una vez dentro del palacio, Faetón recorre incansable sus pasillos hasta acceder a la gigantesca sala del trono, donde, a lo lejos, lo ve vestido de púrpura sentado en su sillón de brillantes esmeraldas. Encamina sus pasos lentamente hacia él, pero a mitad de la sala se detiene por la insoportable intensidad de la luz que desprende. El Sol se dirige al asustado joven en estos términos: «¿Qué te ha traído hasta mi excelso palacio? ¿Qué vienes a pedir a tu padre, quien nunca renegaría de ti?». 

A lo que responde Faetón: «Dame alguna prueba de que soy hijo tuyo, tú, padre divino, y borra esta incertidumbre que me consume». 

Al momento, el dios Febo, liberando su cabeza de una corona compuesta de rayos, reacciona acogiéndolo en sus brazos: «Ven aquí. No es justo que sigas sufriendo por esto ahora que tu madre ha decidido contarte la verdad. Prometo por la laguna Estigia, como hacen los dioses al jurar, que te ofreceré aquello que me pidas». Al instante, Faetón le contesta de este modo: «Padre, préstame tu carro durante un día para surcar los cielos y domar a tus caballos de alados pies». 

Moviendo la cabeza de un lado a otro, Helio muestra un arrepentimiento inmediato por tal juramento: «Ojalá pudiera ser así, pero es lo único que no puedo concederte. Conducirlo es muy peligroso. Eres un mortal, inexperto y falto de fuerza para dominar a mis corceles. Tu ambición supera a la de los mismos dioses, incapaces de ocupar mi lugar en el carro que lleva la luz de oriente a occidente. Ni siquiera a Júpiter, soberano lanzador de rayos demoledores, le será concedida tal oportunidad. Intentaré convencerte. Escucha bien. Al alba, los caballos apenas tienen fuerzas para un camino empinado. En el punto más alto del cielo, desde donde puedo observar tierras y mares en toda su extensión, siento terror en mi pecho y mi corazón palpita espantado. Al atardecer, el camino desciende tan precipitado que es preciso no perder el control. Incluso Tetis me recibe entre sus suaves olas temerosa de que caiga al abismo. Y todo ello sucede en sentido contrario al veloz movimiento circular del cielo, que permanece girando así día y noche, arrastrando a las constelaciones. Conduzco a contracorriente de la bóveda celeste. Ahora imagina que te dejo el carro. ¿Qué harás? ¿Serás capaz de aguantar la veloz rotación de los polos? Quizá creas que en el trayecto hay ciudades y bosques, y templos con ofrendas en su interior. Pero todo lo contrario. Y, aun manteniéndote en el camino, sin salir de sus límites, encontrarás múltiples peligros y bestias feroces, como los cuernos del Toro que te cerrarán el paso. Al mismo tiempo, atravesarás algunas constelaciones: la del arquero Sagitario; la del León, de cruel mandíbula; la de Escorpión, de peligrosas y gruesas pinzas extendidas; y la del Cangrejo, de brazos curvos. No te será sencillo de ninguna manera dirigir mis caballos, que exhalan fuego por sus narices y boca. Cuando yo mismo tomo las riendas, se muestran indómitos, relinchando con fuerza y agitando su cabeza de un lado a otro. Ten mucho cuidado, hijo. No quiero que este regalo que te ofrezco sea letal. Todavía estás a tiempo de cambiar tu deseo. Me pediste pruebas de que eres sangre de mi sangre. ¿Qué mayor evidencia que el miedo que estoy sintiendo ahora, que el sufrimiento que acongoja el corazón de tu padre? Mírame a los ojos. Quizá puedas ver la enorme ansiedad que hay en mi pecho. De entre todos los bienes que existen a lo largo y ancho de las tierras, los cielos y los mares, pídeme uno y te lo concederé. Lo que me has pedido es lo único que, en lugar de un regalo, se convierte en el mayor de los castigos. No, para, no hagas eso, insensato. No te abraces a mi cuello suplicante. Está bien, lo juré por las olas estigias. Te daré lo que desees, pero piénsalo bien y sé cauto». 

Faetón no escucha los consejos y advertencias de su padre, pues su ánimo arde en deseos de montar en el carro, obra de Vulcano. Helio lo acompaña en contra de su voluntad, mientras su hijo admira el oro del eje, del timón y de las llantas, los radios de plata de las ruedas y el yugo incrustado de piedras preciosas y gemas que reflejan la luz que desprende del rostro de Febo. En ese momento, amanece la Aurora de dedos rosáceos abriendo sus puertas de púrpura por oriente a la vez que se marchan las estrellas y Venus, lucero vespertino. Ya decrecen los cuernos de la Luna y los primeros rayos enrojecen las nubes. Entonces, el Sol ordena a las Horas, que están a su servicio, traer rápidamente a los caballos del pesebre para uncirlos. Recién alimentados de ambrosía, les colocan los frenos en bocas que vomitan fuego. Sobre el rostro de su hijo extiende un ungüento divino para protegerlo del fuego, pone los rayos sobre su cabeza y, sin poder contener la angustia de sus suspiros, le dice augurando la tragedia: «Hijo mío, al menos sigue mis consejos. No abuses de la vara. Usa las riendas con tenacidad. Los corceles galopan solos. Lo complicado es controlar su ímpetu. No te equivoques de camino. Hay un sendero marcado por las huellas de mis ruedas que evita ambos polos. Mantente seguro en él, a una altura adecuada, y lograrás no quemar la tierra al descender ni las moradas del cielo si asciendes demasiado. Te pongo bajo la protección de la diosa Fortuna, para que te cuide mejor de lo que tú eres capaz de cuidarte. Ya la noche llegó a su ocaso. No podemos retrasarnos más. Prepárate, toma las bridas, o mejor, cambia de parecer, acepta mi consejo y abandona este carro. Pisas suelo firme todavía. Estás a tiempo, hijo, tú inexperto como eres. Me corresponde a mí iluminar la tierra y a ti disfrutar de la luz de la vida alejado del peligro». 

Pero el joven Faetón se dispone a emprender el viaje. Una vez en lo alto del carro, alegre y con las riendas en la mano, da las gracias a un padre que se resigna ante lo que sospecha que va a suceder. Son cuatro los caballos que relinchan expulsando llamas y golpean las barreras dispuestos a salir. Se llaman Fogoso, Amanecer, Ardiente y Llameante. Abiertas estas, mueven sus alas hasta surcar los aires y sus patas atraviesan las nubes del inmenso cielo que en el camino encuentran. El peso de Faetón les resulta ligero, el yugo no soporta la carga habitual y, como la nave que se balancea inestable en el mar, así el carro da brincos violentos en el aire como si no tuviera guía. Los corceles, dándose cuenta del cambio de auriga, abandonan el trayecto habitual. El pánico se apodera de Faetón, que pierde de vista el camino y el gobierno de las riendas. Por vez primera, los rayos comienzan a calentar los helados polos. Cuando desde el elevado cielo mira abajo, la tierra queda ya muy lejana. 

Entonces, sus piernas comienzan a temblar, palidece y sus ojos se le llenan de terror y oscuridad rodeado de la luz más brillante: «Ojalá nunca me hubiera atrevido a tocar estos caballos ni a acercarme siquiera a mi padre el Sol. Que pueda volver ahora a mi tierra sano y salvo es lo que deseo. Dioses, solo eso suplico». 

Como un barco al que arrastra el furioso viento Bóreas sin patrón, así es empujado Faetón, que confía en sus plegarias para retomar el mando. No habiendo recorrido ni la mitad del viaje, calcula el tramo restante para alcanzar su destino, en el ocaso. Pero no conoce la ruta y no sabe qué hacer. Ni siquiera recuerda los nombres de los caballos para poder gobernarlos. Con espanto vislumbra un cielo plagado de maravillas, como el doble arco de los brazos curvos de Escorpión, y cuyo puntiagudo y venenoso aguijón teme le sea clavado. Al punto, pierde el control a causa del miedo y suelta las riendas que, al caer, provocan la carrera desenfrenada de los corceles por regiones desconocidas del cielo, arrastrando el carro desde las estrellas hasta los límites de los mares. 

Faetón provoca un gran incendio en las montañas, se abren grietas en la tierra, los campos se secan, los árboles arden y el fuego consume lo que a su paso encuentra. Sin vida quedan ciudades enteras y sus murallas reducidas a cenizas. Desaparecen bosques y montes, como el notable Ida y el Parnaso, morada de las Musas. En un calor abrasador, apenas puede respirar. Se ve rodeado por el humo caliente y el carro está al rojo vivo. El joven se siente perdido a merced de los corceles. 

Se cuenta que esto fue lo que provocó que África se convirtiera en terreno árido y que sus habitantes adquirieran su color negro. Murieron fuentes y lagos, se secaron los ríos, como el Tíber o el Nilo, que huyó al fin del mundo. Las ninfas lloraron tal pérdida. 

El suelo se abre en mil pedazos y la luz penetra hasta llegar a los Infiernos, morada de Plutón y Proserpina. Los mares se reducen y el océano no es más que un campo de arena. Los peces buscan sobrevivir en lo que ahora parecen charcas. Los delfines ya no se atreven a saltar. Miles de focas yacen sin vida boca arriba sobre la tierra. Incluso la madre Tierra, antes rodeada de manantiales y bosques, fauna y vegetación, levanta su cabeza para increpar al mismo Júpiter: «¿Por qué, oh, soberano de los dioses, no das fin a esta locura con el fuego de tu rayo en lugar de permitir que un incendio me consuma lentamente? Mira cómo ardo. Apenas me permite hablar este calor abrasador. ¿Es esto lo que merezco por dar frutos y cosechas, fértil como soy, por permitir el arado a lo largo de las estaciones, y por ofrecer pasto al ganado y alimento perpetuo a la mortal raza humana? ¿Acaso merece tal fin tu hermano Neptuno, señor de mares y océanos? Ten compasión, al menos, de tus dominios celestes, pues el fuego llegará tarde o temprano o los polos. No permitas que tu palacio se derrumbe. Igualmente protege a Atlas, que sostiene la bóveda del cielo. Si no evitas este desastre, reinará el antiguo caos. Extingue las llamas, te pido, y restablece el orden». Así habló la Tierra. 

El todopoderoso Júpiter asciende a su fortaleza, el Olimpo. Empieza a tronar y lanza contra Faetón un rayo que le arrebata la vida. Entonces, el fuego del rayo de Júpiter detiene con su impacto el fuego que destruye el mundo. Los caballos salen despavoridos y logran deshacerse del yugo dando saltos. El carro del Sol se hace añicos. Y el cuerpo inerte del joven muchacho cae al abismo dando vueltas hasta ser acogido, en una región alejada, por el río Erídano, que lava su rostro y su cuerpo todavía humeantes. 

En su túmulo se puede leer lo siguiente: «AQUÍ YACE FAETÓN, QUIEN CON GRAN OSADÍA INTENTÓ, Y SIN ÉXITO, GOBERNAR EL CARRO DE SU PADRE».

Sus padres sufrieron gran dolor. Helio, tan apenado estaba que un día entero se vivió sin sol. Su madre Clímene recorrió el orbe buscando los restos de su hijo. Cuando por fin los encontró, en tierra extranjera, se puso de rodillas ante la tumba, se desgarró el pecho golpeándolo y, tras haber vertido lágrimas sobre el nombre de su hijo, creyó abrazarlo tendiéndose sobre el frío mármol. Y sus hermanas, las Helíades, lloraron junto al sepulcro la muerte de Faetón. Lo llamaban día y noche, con lamentos y golpes en el pecho, durante tres meses hasta que de sus pies comienzan a brotar raíces, una corteza rodea su piel y sus brazos se transforman en ramas. De sus bocas escapan las últimas palabras pidiendo ayuda, pero quedan selladas y convertidas en álamos. Sus lágrimas desconsoladas se convierten en el ámbar que gotea de sus nuevos brazos y que, endurecido, es recogido por el río para que lo luzcan las muchachas del Lacio. 

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