El porqué ser profesor(a) en el siglo XXI (I)

Necesidad de mostrar lo que uno aprendió de niño, en la adolescencia, en la secundaria, durante toda la vida. La necesidad de hacer saber a los demás la importancia que tiene en tu ser, en tu corazón, esa información, ese conocimiento aprehendido. Pasión. La pasión que nos lleva, inexorablemente, a enseñar, a indicar, a mostrar. Y hacerlo en el 2016, en el siglo XXI, puede ser- y es- incluso más atractivo que antaño, en otra época, otros siglos, cualesquiera que piense usted, querido lector.

¿Qué podemos hacer sin pasión o sin amar lo que hacemos? «Solo se puede aprender aquello que se ama», nos dice muy bien Francisco Mora, doctor en Medicina y Neurocienci
as, en su libro Neuroeducación (2013).. He aquí, seguramente, la clave del aprendizaje. La emoción, el afecto, el sentimiento. Cerebro ycorazón. El primero, muy poco estudiado hasta hace unos 30 años. El segundo, subestimado en el aprendizaje tradicional.

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¿Hay motivos convincentes, de verdad, para querer ser maestro/a, profesor(a), docente en nuestros tiempos, en este comienzo de siglo XXI? Intentaré responder con las que fueron y son mis motivaciones y algunos argumentos personales. Para comenzar, como se suele oír o leer en carteles compartidos en redes sociales, la docencia es la madre de todas las profesiones.

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Me retrotraigo a mi niñez, en Aranjuez (Madrid), la ciudad en la que viví hasta los 24 años. Allí crecí, junto a mis abuelos, muy cerca de los Jardines Reales y la naturaleza, entre la calle de olmos, de las moreras, alpajés, del príncipe, del rey. En un colegio público, el C. P. Vicente Aleixandre, frente a la iglesia de Alpajés, de niños y niñas. Las primeras maestras siguen vivas en la memoria (María Dolores, Paquita) gracias a ese buen hacer para su época. Ahí la primaria hasta los 11-12 años (en realidad cursamos también el primer año de la famosa ESO, la cual inauguramos en el curso 1996-1997). Mis recuerdos de entonces se resumen en llegar a clase a las 9 y salir a la 1 para comer. Volvíamos a las 3 hasta las 5, y en la tarde baloncesto. Y al llegar a casa, esperaban los deberes. Me gustaba ser de los primeros en hacer la tarea, especialmente los ejercicios de matemáticas. Posteriormente, me di cuenta de que era pésimo, más bien por dejadez, ausencia de un maestro que me apasionara y atracción total por la historia y las lenguas.

El método de ejercicio y memorización era el que se sigue practicando hoy. No hemos cambiado tanto. Recuerdo haber sido uno de los primeros, y de los pocos, en saberse completamente de memoria la geografía de España: los montes de Toledo, el nacimiento y muerte del río Tajo (sierra, longitud, ciudades de paso, etc), los picos más altos de España, los ríos más importantes, todas las comunidades autónomas y sus provincias. Todo aquello lo recuerdo como si fuera hoy. Hubo emoción, hubo juego, hubo algún modo de diversión que permitieron guardarlo en mí hasta ahora a pesar de la tensión y la rigidez del momento en que la «seño» (a las maestras de primaria se les decía «señorita» para dirigirse a ellas, al menos en aquel entonces, y aunque tuvieran 60 o más años) decía tu nombre de la lista de clase mientras todos evitábamos el contacto visual. En español, y ese mismo curso de 1994-1995, con unos 10 años, descubrí el placer por la lectura, siendo los inicios. La «seño» sacó un montón de libros del armario y debíamos hacer una lectura del libro que prefiriéramos, por gusto personal. Hice mi selección solo por el título: La isla del tesoro, de Robert L. Stevenson. ¿Quién no querría viajar gratis a una isla y encontrar un tesoro mientras se cruza en el camino a piratas decrépitos y bandidos? Admito que nadie me enseñó a leer, pero ese fue el primer gran libro que marcó la aventura de la lectura. Cierto, fue obligatorio, pero fue mi libre elección. De vez en cuando surge en mi pensamiento la canción piratesca «y una botella de ron». Era muy lento leyendo. Costaba muy mucho terminar una página, ávido de querer terminarlo enseguida, deseoso de contar las páginas una y otra vez, como si eso fuera a ayudarme a avanzar. Al contrario. Entonces en casa de mis abuelos alguien trajo dos volúmenes enciclopédicos. Ya teníamos el diccionario escolar Sopena, cuadrado y fino, con sus ilustraciones a todo color. Sumado a los dos tomos, pasaba minutos y horas mirándolos, observando los artículos, comparando banderas, aprendiendo nuevas palabras cada día. Por simple curiosidad. Sí, otra de las palabras claves que debemos sumar a pasión, afecto, amor, cerebro, corazón, emoción y muchas otras.

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Con los compañeros de clase, paseando por los jardines del príncipe de Aranjuez (15 años)

Los años del colegio y los del instituto (Educación Secundaria Obligatoria y Bachillerato en España, de 12 a 18 años) estuvieron repletos de deporte, todo tipo de actividad física, especialmente baloncesto en el equipo escolar, fútbol sala con los amigos y cross o running. Mucho deporte hasta los 15 años, año bien intenso emocionalmente, quizás desde los 14. Muchos cambios. Y ahí me llegó el día en que decidí ser profesor. Fue durante el recreo previo a un examen de historia de España, justo el final del siglo XV y el comienzo con Carlos V. Repasando en la clase con dos compañeras, tomé la tiza sobre esa pizarra tan bella como oscura y nos tomamos la lección con todo tipo de preguntas, poniéndonos a prueba en cuanto a enlaces matrimoniales, fechas de reinado, transición del trono, luchas por conseguirlo. Posteriormente me di cuenta de que todo lo que paso en esos años era bien difícil de explicar en tan poco tiempo, aunque aprendimos alguna que otra anécdota de un rey extranjero que no hablaba español y de otra dinastía, los Habsburgo. En fin, ese día lo vi bastante claro y perseguí ese objetivo desde que entré en la universidad. Pero antes de querer ser maestro, quise ser muchas otras cosas: astronauta, policía, periodista deportivo, comentarista, locutor de radio, simplemente periodista (a finales delos 90, escuchaba cada noche el programa deportivo El larguero, actualmente en la radio Onda Cero, y leía los periódicos deportivos, con los que conseguía adquirir soltura lectora y rico vocabulario, aunque pueda pensar lo contrario).

Con 16 años, en mi instituto, el IES Doménico Scarlatti, en Aranjuez, decidí escoger el Bachillerato (últimos dos años previos a la universidad española) de Humanidades, es decir, con las materias de Latín, Griego y Filosofía, además de Español, Inglés, Historia, Educación Física y Francés (optativa). ¿Qué sabía de todo lo que me iba a enfrentar? Prácticament nada. Esos dos años merecieron la pena solo por el Latín y el Griego. Hay, en la vida de todo estudiante, de todo humano, un maestro, una profesora con gracia, con el talento o el don de saber inspirar, de emocionar, de llegar más allá de lo que marca un simple programa o prontuario académico de fría piel y corazón helado. Dos grandes viajes por la Grecia de Pericles, la de Edipo, la de los Juegos Olímpicos, la de Minos, la de Kavafis y Katzantzakis. Nadie como Juan Merino, luchador incansable contra la ignorancia y la necedad humanas, para abrirnos los ojos hacia el análisis crítico a través de la literatura clásica, mediante viajes fabulosos de la mano de Atenea Glaukopis en la nave del intrépido y multiforme Ulises. Maestro de maestros, muchos seguimos parcialmente sus huellas tras una admiración necesaria y bien merecida.

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Con el acceso a la universidad aquel cálido septiembre de 2002, a lo largo del Campus de Ciudad Universitaria de la Universidad Complutense de Madrid, realizaba otro de los grandes sueños de niño. Personalmente, no fue el mejor momento de mi vida, en lo afectivo, en lo introspectivo. Hacía pocos meses que acababa de conocer a mi padre biológico. Pero ese hito, esa cuchillada vital no fue sino un halo de esperanza, una especie de respuesta poética (que no venganza). Entonces, conocí a la familia Plans, originarios de Cataluña. Paulatinamente fui descubriendo claramente la existencia de un gen docente que yo mismo llevaba en mi sangre. Comencé a atar cabos y el puzzle se completó solo y sin dificultad. Emocionado, comprendí el porqué quería ser profesor: sentía la necesidad de mostrar, de enseñar lo aprendido. Dicho sea de paso que, entre nuestros ancestros, los Plans estamos orgullosos de contar con José María Plans y Freyre, físico y matemático español, uno de los introductores en España de la teoría de la relatividad de Albert Einstein.

En la universidad se aprende, sobre todo, a ser libre y a aceptar la libertad. Querer ser libre es una cuestión filosófica bien compleja, de modo que me centraré en el valor más mundano y social dado por el vulgo, las masas, el pueblo, como ustedes quieran. Aquí uno aprende a diferenciar entre el camino directo a una formación lo más completa posible (lleno de trabajo, regularidad, perseverancia) y el agradable sendero de unos buenos años de inercia, acomodado en las facilidades del sistema y la conmiseración de los ocupados profesores universitarios; aquí uno aprende a diferenciar a los profesores y catedráticos realmente implicados en convencerte para convertirte en un discípulo y enseñarte qué es la investigación, la vida académica, la divulgación, la ciencia, la literatura, y la importancia de todo ello en la sociedad (muy pocos reúnen, por mi experiencia, este perfil); aquí uno aprende a sobrevivir, a buscarse la beca o el trabajo que le permita seguir tirando hacia adelante, o bien uno aprende a subsistir. Algunos quieren ser maestros o profesores desde muy temprana edad, contando con la más que probable situación de que ni es un trabajo seguro ni recompensado como se debe, ni considerado socialmente como nos gustaría; sin embargo, a lo largo de los años, te cruzas a muchas personas a las que-según ellos- les gusta enseñar. No creo que valga solo con gustar. Es necesario amar y sentir pasión por ello. En la universidad descubrí mi pasión por la investigación, por la enseñanza. Un buen consejo es ofrecer clases particulares desde que uno es capaz de enseñar a otro lo que aprendió, para así descubrir esa verdad, además de sacarse unas perras para el cine del domingo o el libro mensual deseado.

Además de clases particulares o tutorías, uno descubre su quehacer docente en la clase, en el salón, ante un auditorio, al hablar en público, al organizar un evento, al coordinar tareas. No me ciño o limito a lo que pasa en una escuela. Es la organización de la vida y a lo que nos obliga. Quizás lo más destacado de los años universitarios sea esta preparación mental y experiencial para situaciones así, junto a la picardía e instinto de supervivencia para evitar que te engañen y ser más listo que el adversario o el de enfrente. Mis primeras clases de verdad, con un grupo nutrido, fueron las de enseñanza de español a extranjeros durante la parte práctica del Máster de ELE de la Universidad Complutense de Madrid. Como todo gran viaje, debe prepararse a conciencia, con los detalles y equipamiento para las situaciones más imprevistas. Como se dice popularmente, un bebé nace a caminar caminando, a gatas al comienzo, cayéndose una y otra vez al suelo. Los maestros y profesores somos así constantemente aunque intentemos ocultarlo. Los años dan tablas, experiencia, seguridad, pero nunca, nunca un maestro lo sabe todo, ni debe de pretenderlo, pues es imposible.

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En una Academia de ELE en 2010, Madrid, enseñando español a extranjeros

Terminada la licenciatura y el máster, inmediatamente uno sale al mercado laboral (que ya había tocado en trabajos de verano, de invierno y mediante becas en ocasiones algo miserables). Corría el verano de 2008 y las academias privadas se llenaban (y se llenan todavía) de estudiantes extranjeros deseosos de pasar un Spanish summer lleno de fiesta, buen rollo y mucho español. El contacto internacional con europeos, estadounidenses, asiáticos y africanos fue el detonante de mi marcha a Francia. Comienzo de la crisis española con una diáspora o éxodo imparable. Un año después, de vuelta de un colegio y un liceo angevino durante 9 meses franceses, y a conocer el sistema español de secundaria. La perserverancia me llevó a dejar definitivamente España, de camino a la Bretaña francesa, en Rennes, durante cuatro años. Querer trabajar, amar mi trabajo, mi profesión, ayudó, probablemente, a que confiaran en un currículum que poco dice en unos cuantos folios desprovistos de emoción y color. Y el amor de nuevo apareció, pero para llevarme a la isla del encanto, a mi querido Puerto Rico, donde ejerzo desde mayo de 2015.

Son muchos los temas tocados en esta primera entrada. Los iré desarrollando semana a semana, dando cuenta de más experiencias que puedan servir a jóvenes profesores, a experimentados, a estudiantes, a profesores que saben que son eternos estudiantes, a curiosos, a profesionales educativos, a formadores, a emprendedores. Mientras tanto, sigo trabajando para hacer unas clases atractivas, dinámicas, interesantes, enamoradizas.

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El 28 de octubre de 2015 con Arturo Pérez Reverte, en el Antiguo Casino de Puerto Rico, en San Juan

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